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Cuando era niño el domingo era mi día favorito de la semana. Jugaba mi Sevilla, el Sevilla Fútbol Club. Yo vivía en la orilla trianera del río, y cada quince días mi padre y yo cruzábamos el puente San Telmo hasta la Puerta Jerez, donde a pocos metros de la casona de los Guardiola nos subíamos al autobús de la línea 9, que nos dejaba justo en el estadio Ramón Sánchez-Pizjuán. El autobús iba repleto de sevillistas: variopintos rostros, decenas de tonalidades y mundos, pero todos esos corazones portaban un sentimiento uniforme e indestructible: Sevilla Fútbol Club.
Me fascinaba esa atmósfera que rodeaba al estadio, aires tiznados de olor a salchichas, a almendra garrapiñada y a romero; pululaban los aguaores vendiendo, además de agüita del grifo de la fuente de casa, coñac Centenario Terry, aguardiente de Zalamea, ambos con pufo de garrafón, las pipas, los chicles bazokas, los deliciosos sugus, las peladillas…Y ya dentro del estadio, los puestos de almohadillas, lindando siempre con el bar donde humeaba un ambiente a farias y a café catunambú o saimaza y su puntito de achicoria. Las gradas de sol se llenaban de cabezas con viseras de cartón, boinas pueblerinas y alguna mascota tipo Humphrey Bogart, todos mirando al foso donde salían nuestros gladiadores de blanquirrojo para batirse con el adversario de turno.
Los sesenta y setenta no fueron años de gloria y repique, y no lo fueron porque este Sevilla siempre aguantó el pulso solo, jamás necesitó de ayuda municipal o estatal. Porque ese precioso estadio Ramón Sánchez-Pizjuán (odio cuando los de fuera lo llaman el Pizjuán, ignorantes los tíos), peseta a peseta, lo pagaron las manos de sevillistas. Cada ladrillo tiene una historia de sudores y fatigas, pero sobre todo de orgullo y dignidad. Y ese templo de Nervión, costeado por los corazones blanquirrojos, mermó de capacidad económica al club, que pasó grandes duquelas para aguantar el tirón deportivo.
Pero nosotros somos así, que no pisen nuestro callo. El sevillista jamás llora y es grande, aunque nunca arrogante; no se arrodilla ante nadie y siempre mantuvo la frente alta por muy dura que haya sido la derrota. Por eso, cuando este equipo cae, el enemigo guarda silencio de admiración y, en el fondo, de profundo respeto. Así ha sido hasta nuestros días.
No hay otro club como el nuestro, no hay una afición como la nuestra; por mucho que tengamos primos, tíos, amigos, incluso hermanos, que defienden otro escudo, otros colores, otra bandera, el Sevilla es diferente, los sevillistas somos diferentes. Llevamos en nuestra piel ese gen inconformista, un orgullo que mamamos de nuestros padres. Han pasado décadas y todavía siento el pecho de mi padre apretarse a mi pecho por un gol de Baby Acosta, quizás de Cabral, de Pintado, de Oliveros…gritar ole cuando el paraguayo Agüero dejó sentado a Sanchis o romper sus manos a palmas cuando el niño Gallego chocaba su hombro contra Tejada o Arieta. Perdiendo o ganando, siempre salíamos al campo con la cabeza muy alta, oliendo a sevillista, orgullosos de ese equipo que jamás se rindió ni hincó sus rodillas. Ese es el sevillista de “fila cero”, el de la solidaridad con el club que es sangre de su sangre, el que arrimó el hombro para el cerramiento del estadio, el que dio el paso adelante para fichar a Bertoni, el que, bajo un sol de justicia agosteño, se hizo a la calle para impedir que esa parte de su corazón y alma se hundiera en el barro de la Segunda b.
Han pasado los años y sigo entusiasmado con este SevillaFC de las vacas gordas, que derrama mieles de triunfo. Un SevillaFC que ha tocado plata muchas veces. Pero los tiempos trajeron vientos de ambición y lealtades falsas. Este club, patrimonio de su gente, se encuentra desde hace años en permanente subasta. Es una joya de la corona codiciada por personajes que aterrizaron en nuestra tierra para hacer un gran negocio. A esta gente de dudosa ralea le abrieron la puerta de nuestra casa sevillistas que hoy se dan golpes de pecho.
Esos sevillistas de tul y alfombras se baten en peleas de callejones, hacen trampas vietnamitas para que caigan otros adversarios sevillistas. Sobre la mesa reina la mentira, el engaño, la traición, veneno puro; todo por luchar por hacerse con un cesto lleno de millones. Esa gente de un bando y de otro olvidó la esencia romántica que adornó al Sevilla. Tengo claro que a estos tipos les importa un comino su gente. No se conocen ni ellos, solo el color de los euros y el negro de una pizarra. En su loca carrera dejaron en el camino a los sevillistas.
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