4 años tiene mi niño mayor. En noviembre (Dios mediante) se cumplirá el primer lustro desde que este que escribe decidió que había nacido un sevillista más, y ya presumía de carnet con sus colegas de incubadora. Hace ya dos temporadas que viene de mi mano a nuestro mítico asiento de Gol Sur, al mismo Gol Sur al que yo iba de la mano de mi padre. Una de esas cosas maravillosas que te regala la vida.
Desde que dieron las vacaciones, cada día con una equipación distinta, pero siempre con el mismo escudo en la izquierda del pecho, me hace un interrogatorio:
¿Papá, hoy juega el Sevilla???? ¿Hemos fichado a alguien??? ¿Marcao es el hermano de Diego Carlos?? ¿Quién es más alto, el Papu o yo, papá???
Esas son las preguntas que yo siempre soñaba que me hiciera mi hijo si alguna vez lo tenía. Deseaba que tuviera la misma pasión que tengo yo por este mundo del balón rodado, por este escudo que ha marcado mi vida desde que nací. Pero los años pasan y, como dijo aquel, aunque las cosas no cambian, cambia la forma de ver esas mismas cosas.
En mi vida, el fútbol siempre ha ocupado un lugar preferente, diría que prioritario, frente al resto de cosas. El Sevilla, el fútbol, el resto. in that order. ¡No podía entender cómo había gente que decía que no le gustaba el fútbol!!! ¡Algo tan maravilloso, que está al alcance de cualquiera! (Bendita inocencia), ¿Cómo puede haber gente que no le guste?
Por aquellos tiempos, TODO lo que sonaba a fútbol hacía que se iluminaran mis ojos, como se iluminan los de mi enano cuando aparece una pelota. Ese brillo únicamente desaparecía cuando a los once de blanco les daba por no ganar que, aunque a veces se nos olvide, era más frecuente de lo deseado. Algunas lágrimas hacían desprender la pena, y el brillo volvía al mirar cuando era el siguiente partido. No había nada malo alrededor de esa bendición llamada fútbol.
Hace unos días me cayeron 42 palos y, entre celebración y celebración, soplado de velas, apertura de regalos y demás, Koundé se debatía entre su Chelsea de su alma y su Barça de su corazón, mientras cada 10 minutos las cantidades iban variando cual precio de los cubatas en el mítico Wall Street de Viapol.
Desde que como huevos, bueno, desde que soy padre (que por aquí hay algún que otro “peligroso”), veo todas las cosas de la vida de una manera distinta. El fútbol también.
Donde yo solo veía pasión, un balón que me desataba el alma cuando entraba donde yo quería, y que era capaz de sacar lo peor de mí cuando se equivocaba de lado, empecé a ver que ese balón escondía alguna que otra cosa que me empezaba a chirriar. Empecé a ver que el fútbol es un trabajo. Una empresa. Que mis ídolos cambiaban sospechosamente de camiseta antes de devolverme todo el amor que yo les había dado. Que la palabra dinero o negocio tenía mucha más importancia y fuerza que otras como sentimiento o pasión. Que mi Sevilla estaba dentro de una selva (como parte activa), donde todo lo “importante” se reducía a comisiones para todo el mundo, a sueldos estratosféricos, acuerdos interpersonales, a favores debidos, a declaraciones comedidas o fueras de tono, dependiendo de la necesidad y el momento…
Empecé a ver que lo que a mí me enamoraba del fútbol… no era más que el telón que tapaba todas sus asquerosas entrañas.
Para un romántico del fútbol, de la vida en general, como yo, darse cuenta de que EL AMOR a veces tiene cosas feas, es duro de asimilar. Como el día que descubrí que mi padre tenía toda la cara de Melchor. Días duros que no hacen más que reafirmarme en mi teoría de vida: HOY, NO HAY MÁS. Disfrutar todo lo que nos pase porque nadie sabe (ni el representante de Koundé) si lo que vendrá mañana será mejor.
¡Afortunadamente sigo (ojalá el resto de mi vida pueda decir esto), viviendo el fútbol de manera apasionada, se me sigue encogiendo el corazón cuando los 11 de blanco saltan al verde, y mi hermano Eloy grita “¡¡Esa máquina!!” cuando el tercer jugador entra al campo. Mi forma de verlo ha cambiado, eso sí, pero mi enano se sigue preguntando cómo puede haber gente que no le guste algo tan maravilloso como es el fútbol…
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