La memoria, como la conciencia, te sitúa en el mundo. Te haces mayor y, sin buscarlo, te sorprendes a ti mismo escudriñando referentes agridulces en la recámara del tiempo. Buscas equilibrio, por salud, para compensar tanto azúcar y para que la gloria, el éxito puntual, tan efímeros como deseados, no desarbolen las cuatro certezas que te fijan al suelo.
Leo que llegan al medio millar los sevillistas que se darán cita en Budapest con otro reclamo prestigioso a la vuelta de unos días. Hablan de aeropuertos, de hoteles y encantos a bajo precio en una ciudad que, quién sabe, quizás terminemos recordando para siempre con la ternura que reservamos para Turín, Varsovia o Mónaco. Y hoy, a pocas jornadas de una cita con la historia, me acuerdo de Monte Porrino.
Les ahorro el trámite googleliano si les digo que Monte Porrino era una fábrica de embutidos afincada en algún lugar de Badajoz, que a finales de los noventa patrocinaba los goles del CF Extremadura. Cada vez que el equipo entonces entrenado por Rafa Benítez (¡¡Rafa Benítez!!) anotaba un tanto, el speaker del Francisco de la Hera se dejaba la garganta gritando “¡gol, gol, gol, gooooooooolllll, Mon-te-Po-rri-no!”. Y hete aquí amado lector, que en noviembre de 1997, el Sevilla de Julián Rubio se citó en Almendralejo con los Pedro José, Gluscevic, Juanito y compañía, para que el ariete montenegrino se llevara el balón a casa después de firmar un hat trick. Y hasta allí nos fuimos unos cuantos, con un plan lúdico-gastronómico que se fue al garete la tercera vez que gritaron Monte Porrino. El resto de aquella mañana dominical, con el Sevilla haciendo el canelo para toda España gracias a esa ventana que el Plus abría a la Segunda División, es historia. Un recuerdo, entonces lacerante, el de aquel paisano vociferando la marca de unos jamones que nunca llegué a catar. Ni falta que hacía.
Juro que la víspera de Eindhoven, en la paz de un hotelito a las afueras, volví a escuchar aquel soniquete autóctono, inconfundible, aquello de Monte Porrino. Salió de dentro, de ese rincón del cerebro donde anidan las cautelas, las malas experiencias y los anclajes que nos devuelven a los terrenos menos líricos de la razón. Y hoy, mientras evocamos aquellas rutas de finales y nos aprendemos el once del Bayern, no me quito de la cabeza ese viaje de vuelta, amparados en el silencio mientras dejábamos atrás una Extremadura antaño maldita, que sabía a fracaso y sonaba a Monte Porrino.
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