Cabecera Columnas Blancas
image

Pablo F. Enríquez - Columnas Blancas

Monte Porrino

La memoria, como la conciencia, te sitúa en el mundo. Te haces mayor y, sin buscarlo, te sorprendes a ti mismo escudriñando referentes agridulces en la recámara del tiempo. Buscas equilibrio, por salud, para compensar tanto azúcar y para que la gloria, el éxito puntual, tan efímeros como deseados, no desarbolen las cuatro certezas que te fijan al suelo.

Leo que llegan al medio millar los sevillistas que se darán cita en Budapest con otro reclamo prestigioso a la vuelta de unos días. Hablan de aeropuertos, de hoteles y encantos a bajo precio en una ciudad que, quién sabe, quizás terminemos recordando para siempre con la ternura que reservamos para Turín, Varsovia o Mónaco. Y hoy, a pocas jornadas de una cita con la historia, me acuerdo de Monte Porrino.

Les ahorro el trámite googleliano si les digo que Monte Porrino era una fábrica de embutidos afincada en algún lugar de Badajoz, que a finales de los noventa patrocinaba los goles del CF Extremadura. Cada vez que el equipo entonces entrenado por Rafa Benítez (¡¡Rafa Benítez!!) anotaba un tanto, el speaker del Francisco de la Hera se dejaba la garganta gritando “¡gol, gol, gol, gooooooooolllll, Mon-te-Po-rri-no!”. Y hete aquí amado lector, que en noviembre de 1997, el Sevilla de Julián Rubio se citó en Almendralejo con los Pedro José, Gluscevic, Juanito y compañía, para que el ariete montenegrino se llevara el balón a casa después de firmar un hat trick. Y hasta allí nos fuimos unos cuantos, con un plan lúdico-gastronómico que se fue al garete la tercera vez que gritaron Monte Porrino. El resto de aquella mañana dominical, con el Sevilla haciendo el canelo para toda España gracias a esa ventana que el Plus abría a la Segunda División, es historia. Un recuerdo, entonces lacerante, el de aquel paisano vociferando la marca de unos jamones que nunca llegué a catar. Ni falta que hacía.

Juro que la víspera de Eindhoven, en la paz de un hotelito a las afueras, volví a escuchar aquel soniquete autóctono, inconfundible, aquello de Monte Porrino. Salió de dentro, de ese rincón del cerebro donde anidan las cautelas, las malas experiencias y los anclajes que nos devuelven a los terrenos menos líricos de la razón. Y hoy, mientras evocamos aquellas rutas de finales y nos aprendemos el once del Bayern, no me quito de la cabeza ese viaje de vuelta, amparados en el silencio mientras dejábamos atrás una Extremadura antaño maldita, que sabía a fracaso y sonaba a Monte Porrino.

Sentimiento

Con las palabras no se juega, o no se debería. Y sin embargo, no hay que remontarse al recurrente goebbelsiano para comprobar hasta qué punto resulta efectivo manipular el diccionario para consagrar como irrefutable lo que no pasa de ser una ocurrencia. Una de esas palabras es sentimiento. Hablemos de ello.

No hace tanto, un futbolista retirado del Real Betis que atendía al apodo ‘Capi’ trató de zanjar un debate televisivo (prescindible, y no solo por este motivo) con el categórico «soy bético porque lo he mamado, no por ganar títulos». A los no tan jóvenes no les resultará novedoso este recurso a lo intangible para reafirmar una identidad. Un ejemplo lo encontramos en aquel spot de un Atlético de Madrid en horas bajas donde un crío preguntaba a su padre por qué eran del Atleti («por qué me has hecho del Atleti» habría sido lo justo en una secuencia con más tintes freudianos). Tampoco le fuimos a la zaga en el Sevilla, que todo hay que decirlo, con la campaña de la entrañable ecografía que adelantaba la condición sevillista del nasciturus. Y es que a la hora de invocar emociones no se salva casi nadie. Que le pregunten a los del ‘mes que un club’.

La experiencia dicta que el manido sentimiento viene precedido de la indigencia, la derrota y el fracaso. Es esta una bandera que se enarbola de forma instintiva cuando nos damos de bruces con una realidad desagradable, que viene a decirnos que no somos lo que un día nos contaron o que, en el mejor de los casos, estamos lejos de ser lo que quizás fuimos. Del sentimiento habla (y ya cansa) el que pierde más que gana, y éste deja de hacerlo un segundo después de que la pelota entre. Todos los adalides del sentimiento en vena cambiaron el discurso conforme normalizaron su relación con la victoria. No falla.

Además, con la apelación al sentimiento esta pasando en el fútbol como con tantas batallitas que se libran en la esfera política, donde el más espabilado se hace rápidamente con el patrimonio de la defensa del medio ambiente, los derechos de los trabajadores y la igualdad efectiva entre ellos y ellas. La primicia sirve, de paso, para situar enfrente al resto de la tropa. En lo que nos ocupa, más de mismo: se ha naturalizado esto del sentimiento, con su aura de falsa grandeza agredida, como signo identitario de aficiones poco acostumbradas al éxito. Como si sentir los colores fuera monopolio del que lucha por evitar el descenso de categoría.

Así que, ‘Capi’, sin la menor acritud: sepa que a «los de los títulos» no nos parieron el 10 de mayo de 2006 en la grada del Philips Stadium. Y créame si le digo que el que más y el que menos se curtió en entornos no precisamente agradables antes de que Puerta se la pusiera imposible a Rost. A diferencia de usted, quizás la memoria de un pasado exitoso evitó que cayéramos en la tentación siempre dulce de convertir la derrota, el fracaso y la indigencia en una forma de vida. En eso sí nos distinguimos.

¿Un debate sereno?

He visto ateos con papeles persignarse tres veces en dos segundos al tiempo que el árbitro señalaba el inicio del partido. Y señores con varias décadas de sevillismo en su haber atravesar el descampado de gol sur con la mirada clavada en el albero, para no verse en la tesitura de saludar a algún inconsciente, desconocedor además de las coordenadas de la fortuna. Hay señoras que no se sientan hasta que un futbolista del Sevilla entra en contacto con el balón, y letrados en ejercicio que no acompañan al equipo fuera de la ciudad sin su añeja bufanda de lana, una pieza retro que, por cierto, daría lustre al remozado museo.

Hay camisetas que sólo salen del cajón la víspera de una final, e hijas que besan a sus padres tras el último acorde del himno del Arrebato. Igualmente, familias que hacen cola en el mismo acceso de siempre, siguiendo el turno inverso a la edad, mientras el torno de al lado está expedito. Y no son pocas.

En el interior de Preferencia se cuentan tramos de escalones que se inician invariablemente con la pierna derecha, y vigas ya desgastadas de las huellas que dejan las manos de generaciones de sevillistas, que seguirán haciendo lo que vieron hacer a quienes les precedieron en la cita con esta liturgia futbolera.

La experiencia dicta que no se habla mal de un miembro del equipo contrario hasta que acaba el partido, máxime si es negro, alto y aparentemente torpe. Por la misma regla de tres, estaremos más tranquilos si en el once rival no figura alguien con pasado sevillista (los riesgos de “la diáspora”, he llegado a escuchar).

Y a toda esta tropa, a este ejército de majaretas en cuyas filas milito, le pedimos un juicio objetivo, razonado y sereno de las cosas del Sevilla. Queremos que no convierta la salida de Dabbur en un espectáculo “impropio”, que derroche paciencia con un rival pretencioso y maleducado (sí, va por Ramos) y templanza con los suyos. Un día nos contaron que el Ramón Sánchez-Pizjuán se miraba en las tertulias del Ateneo (cuando las había), y terminamos cayendo en la cuenta de que las cosas marchaban bien en el campo antes de que los loqueros alinearan ambulancias a la espera de evacuación. Que esto es fútbol, oiga, sin pretensiones.

Nota bene: Este texto ha sido perpetrado antes de que a Pepe Lobo le dé por hacer lo propio y nos mande al resto a los albañiles.

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies

ACEPTAR
Aviso de cookies