Veníamos de la catedral protestante de St.Paul, de comprarnos una camiseta en el Emirates, de cruzar el puente de la Torre y de cantar el “God save the Queen” en el mismísimo Buckingham Palace. Estábamos exultantes. Nuestro equipo se había clasificado el día anterior por segundo año consecutivo a las semifinales de la Copa de la UEFA. El Sevilla superó con nota la prueba del añejo White Hart Lane entre terribles sufrimientos (los míos) y la tranquilidad del Tío Pepe (la de él). Teníamos un día por delante para patear una de las ciudades más importantes del planeta, con un tiempo extrañamente estupendo, y a la que viajábamos ambos por primera vez. Y gracias, porque a punto estuvimos de perder uno de los dos vuelos que nos trasladaría a Reino Unido. Con la ilusión por parte mía de visitar todos los lugares y escenarios deportivos posibles, y por parte suya de conocer la torre de Willy Fog o cerrar cualquier pub de Picadilly, nos plantamos en uno de los barrios más pijos de la ciudad en una escala ineludible para cualquier friki futbolístico: Stamford Bridge, el estadio del Chelsea.
Juro que no había otro objetivo que contemplar el exterior y, a lo sumo, visitar su tienda. No íbamos a perder más tiempo porque había mucho camino por recorrer. Instalado entre chalés que parecen pequeñas mansiones, “The Bridge” se encontraba dentro de un recinto que te recibía con un espectacular mural donde se podía ver a todos los socios del club posando en la foto de equipo con el resto de jugadores “blue”. Lo dicho, fotos de rigor y a dar una vuelta buscando la tienda. Fue en ese instante cuando encontramos una de las puertas del estadio abiertas. Evidentemente, nos adentramos.
Y más aún cuando a aquello le faltaba la alfombra roja. Sin vigilancia ninguna queríamos nuestra estampa con el césped de fondo. Entonces, empezamos a subir escaleras, escaleras y escaleras. Arriba del todo y ya con el esfuerzo realizado, ya no nos íbamos a quedar atrás. Proseguimos en nuestro viaje al centro de nuestro universo. Dedujimos que aquello no era un vomitorio de entrada de aficionados normal y corriente. Y más cuando ya entre pasillos que bien podían pertenecer a los de un hotel nos cruzamos con una cocina. Tras ella, despachos, uno de ellos de Barclays Bank y, al final del todo, una puerta que destacaba sobre las demás. En ella un letrero bien nítido: “Roman Abramovich, owner”. “¿Entramos o no entramos?” “Venga, lo intentamos”. Fue tocar el pomo y saltar todas las alarmas de la instalación. Acojonados, salimos corriendo. No se sabe dónde. Tocaba bajar escaleras de emergencia; y mientras nosotros descendíamos, ellos con más rapidez subían.
Mi compañero se identificó rápido como componente del orden y la ley mientras nos empotraban contra la pared. Chequeados, interrogados y, con las cámaras temporalmente confiscadas, nos invitaron a recorrer de nuevo el camino que habíamos hecho dentro de Stamford Bridge. Como era de esperar, no supimos repetir la senda que habíamos atravesado minutos antes. Al final nos dejaron en paz siendo incluso despedidos amablemente en el gran mural de jugadores y socios. Con la adrenalina por las nubes, cogimos el tren (que no el metro) y en él coincidimos con un padre y un hijo ataviados con la camiseta del Chelsea. No dudamos en contarles lo que nos acababa de pasar, nos miraron entre alucinados e incrédulos, y empezamos a hablar de fútbol. Cuando nos tuvimos que despedir, mi colega y yo le dijimos al crío, que ahora me lo imagino…. (poned el estereotipo que queráis), que volveríamos al lugar de los hechos en cuanto el Sevilla visitara al Chelsea.
Más de 13 años después ha llegado ese momento. No cumpliremos esa promesa al viento, por supuesto por razones obvias de pandemia como principal causa. Pero el recuerdo y la deuda quedan pendientes en ese escenario ahora que llega Handel a nuestras vidas para llevarnos de la mano al olimpo del fútbol continental. Esa melodía que ha servido siempre para coronar a los reyes de Inglaterra desde la época de Jorge II y que, adaptada por Tony Britten, ahora sirve para presentarnos los partidos de fútbol más importantes de Europa. En esos donde el Sevilla FC comienza su andadura, en el barrio de los pensadores de Londres en la vertiente norte del revirado río Támesis, a lo que tiene que ser una empresa motivadora y apasionante ahora que se habla de objetivos ambiciosos, muy ambiciosos.
En el último lugar que nos faltaba por visitar del “Big Six” de la cacareada Premier League (1V 2E 2D), el Sevilla debe seguir la lenta progresión de la que está disfrutando en los últimos tres lustros. No solo seguir afianzándose en la zona noble de la competición doméstica, codearse con los mejores y acaudalados clubes del mundo en este escaparate internacional, sino, por qué no, traducirlo en resultados interesantes, como esos históricos cuartos de final de 2018. Una competición de prestigio, tronío y gloria, que empequeñece a los que no la disputa y que obsesiona a quienes quieren ser el tercer club de España en conseguirla tras Real Madrid y Barcelona. Aunque sea desde el sofá, vamos a intentar paladear de esta grandeza porque los sueños, incluso, son como una puerta abierta, inesperada, que te puede llevar a los pasillos de la ilusión y que, a su vez, te conducen a un éxito que creías imposible de conseguir.
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