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ENRIQUE VIDAL 05/10/2019

La mandanga sevillista

No sé vosotros pero yo, siendo niño, sabía que una tarde de fútbol en Nervión podía salir torcida para los intereses de mi equipo desde los primeros compases de los partidos. Mi padre, que no anduvo nunca sobrado de paciencia, gastaba una sentencia, generalmente premonitoria que, en caso de ser pronunciada, anticipaba cosas muy poco chingonas para el devenir del encuentro: “Ya está Rubio con la mandanga”.

Y no es que yo, en aquellos tiempos de novel observación futbolera, tuviera muy claro quién era Rubio ni mucho menos entendiese el significado de aquella extraña palabra que se le atribuía al diez blanco, sino que comprendía perfectamente, sin necesidad de aclaraciones ni notas al pie, la coreografía de improperios, aspavientos, pitos y lluvia de almohadillas con que la grada del Sánchez-Pizjuán inevitablemente acompañaba aquel fallo inapelable de mi padre, sobre todo si el mitin de los nuestros acababa siendo lo suficientemente gordo.

Con los años fui aprendiendo que aquella cualidad que parecía exclusiva de Julián Rubio, no era patrimonio personal suyo, sino que tuvo y tiene ilustres herederos, casi siempre figuras capaces del todo o nada según se hayan despertado de la siesta o con quién se hayan cruzado en el ascensor; y por ello mismo, genios amados y odiados a partes iguales por los aficionados, tal y como, por ejemplo, puede suceder ahora con un futbolista tan singular como Franco Vázquez.

También aprendí muy pronto que la mandanga podía contagiarse a todo el equipo, sobre todo en determinadas tardes señaladas con el cenizo de las meigas, y ante ciertos rivales especialmente desagradables, con los que el tropiezo era casi ritual, ya fuere la U.D. Las Palmas de Morete y Brindisi o la Real Sociedad de Ormaechea, entre varios de ingrato recuerdo.

La mandanga sevillista es indolencia que duele. Y sigue doliendo. Lejos de dejarnos con el traspaso de Julián Rubio al F.C. Barcelona, habita entre nosotros, agazapada, en la sombra, esperando cualquier sobredosis de confianza para dar un zarpazo inopinado de vez en cuando y dejarnos esa sensación de cabreo e indignación que, no por esperada, deja de escocer en lo más profundo de nuestro orgullo.

Porque si algo caracteriza y dota de individualidad propia a esta suerte perversa respecto a algunas afecciones similares de otras geografías no es la reiteración de sus apariciones, sino su inconfundible y nefasta puesta en escena. O dicho de otro modo, no es tanto cuestión de cantidad -estadística que en las últimas décadas ha descendido notablemente-, como de calidad y, sobre todo, oportunidad. Cuando el Sevilla Fútbol Club pega un petardazo, elige el día como nadie y es capaz de lo más inverosímil.

A las múltiples eliminatorias tiradas a la basura, podemos sumar descensos infames, remontadas de última hora y ridículos tan surrealistas que todos podemos recordarlos tanto o más que los muchos momentos de gloria vividos, sin que aquellos hayan supuesto no obstante merma alguna de nuestra fe y determinación por cumplir nuestro destino. ¿Quién ha olvidado aquella noche nevada de Pamplona, el naufragio ante el Isla Cristina, la vergonzante final copera del Wanda o el numerito de Kjaer y compañía en Praga la temporada pasada? Están ahí, bien conservados en lugar preferente de nuestra memoria, como las quintillizas de plata que presiden el Museo.

Mi generación se educó con la mandanga sevillista sin serle indiferente, para poder crecer y construirse un lugar. En cierto modo, hemos sido rencorosos con ella y así, cada hecatombe sufrida, cada esperpento mamado, ha servido y sirve para forjar nuestra idiosincrasia, que no es recrearnos en el fracaso ni dormirnos en los muy literarios laureles de la fatalidad o el victimismo, sino bien al contrario, vislumbrar claramente el camino de lo que no queremos ser y perseguir con osadía las metas que deseamos alcanzar.

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